«A un caballero que lloró con su esposa una pequeña pérdida
Pasaron por nuestras vidas cautelosos
como quien pisa sobre almohadillas de algodón;
capaces de andar sobre vidrio sin quebrarlo,
de rozar una copa sin derramar una gota siquiera.
Sabios en escoger en verano la sombra más fresca,
en invierno, el calor de nuestros cuerpos dormidos.
Andaban por la casa dejando una estela
de inaprensibles briznas de oro o nácar.
Cuántas veces nos quitaron nuestro sitio,
que era también su lugar favorito,
y nosotros, reyes destronados y enormes,
fuimos a acomodarnos –es un decir–
en el más incómodo asiento de la casa.
Cuántas veces sosegaron nuestra angustia
con ese rumor que vibra en su garganta.
Les dimos cuanto quisieron;
lo aceptaron ellos
con la majestad de quien nada ha pedido.
Y a veces nos poseía la extrañeza
de haber metido en casa una fiera terrible,
una fiera armada de garras y de dientes
que con lengua de lija peina su seda al sol.
Al fin murieron:
apenas un suspiro
y quedó de ellos un jirón de piel suave, casi nada,
sigilosos y dignos
en la muerte como en la vida.
Así fueron nuestros gatos
y aún ahora,
muchos meses después,
de vez en cuando,
encontramos
un pelillo de seda en nuestras ropas.»
Esteban Villegas, Vida cotidiana, 1995